sábado, 29 de mayo de 2010

Cuento "El asesinato de Palma sola" de Rafael Delgado


Al Sr. Lic. D. José López Portillo y Rojas

Cuando el Juez se disponía a tomar el portante y som­brero en mano buscaba por los rincones el bastón de carey y puño de oro, el Secretario —un viejo largui­rucho, amojamado y cetrino, de nariz aguileña, cejas increíbles, luenga barba y bigote dorado por el humo del tabaco—, dejó su asiento, y con la pluma en la oreja y las gafas subidas en la frente, se acercó trayendo un legado. 
   —Hágame usted favor... ¡Un momentito! ... Unas firmitas... 
   —¿Qué es ello? -respondió contrariado el jurisperito.
   —Las diligencias aquellas del asesinato de Palma-Sola.

Hay que sobreseer por falta de datos...

—Dios me lo perdone, amigo don Cosme; pero ese mozo a quien echamos a la calle tiene mala cara, muy mala cara! La viudita no es de malos bigotes, y...-Sin embargo... ¡ya usted vio!
—Sí, sí, vamos, deme usted una pluma.
Y el Juez tomó asiento, y lenta y pausadamente puso su muy respetable nombre y su elegante firma —Un rasgo juvenil e imperioso— en la última foja del mamo­treto, y en sendas tirillas otras tantas órdenes de liber­tad, diciendo, mientras el viejo aplanaba sobre ellas una hoja de papel secante:
—Ese crimen, como otros muchos, quedará sin cas­tigo. Nuestra actividad ha sido inútil... En fin... ¿no dicen por ahí que donde la humana justicia queda burlada, otra más alta, para la cual no hay nada oculto, acusa, condena y castiga?
Don Cosme contestó con un gesto de duda y levantó los hombros como si dijera:-¡Eso dicen!
—¿Hay algo más?
—No, señor.
—Pues, ¡abur!
El secretario recogió tirillas y expedientes, arrellanóse en, la poltrona y encendió un tuxteco.
I
En agosto, en plena temporada de lluvias, entrada la noche, una noche muy negra y pavorosa, va Casimiro, el honrado y laborioso arrendatario, camino de su rancho de Palma-Sola, jinete en 1a Diabla, una excelente mula de muchos codiciada, y por la cual le ofrecían hasta ciento cincuenta duros los dueños del Ceibo ciento cincuenta de águila platita, sonante y contante a la hora que los quisiera, ¡peso sobre peso!
—Pero ¡quia! Casimiro contestaba:
No, amo ¿Vender mi Diabla? – ¡Nones! ¡Si sólo el nombre es lo que le afea! Primero vendo la punta y malbarato el cafetalito. Vamos, señor amo, antes empe­ño la camisa que vender la bestia; y luego que mi mujer está que no cabe con su mula. Y la verdá, señor, cuando va uno en ella, va uno mejor que en el tren Margarita le tiene un cariño y una ley, que... no es capaz. ¡Ni aunque le ofrecieran por ella las perlas de la Virgen! Si quiere la otra, mi amo, la Sapa... mañana se la traigo. ¡No le recele, patrón! También la Sapa es buena, es casi como ésta. Tiene buen paso, ni pajarera ni mañosa. De veras, no le desconfíe. Aunque la vea caidita de agujas... Se la arrearé pa cá, pa que la vea. Por, la vista entra el gusto. Ya verá qué rienda. Se la  merqué al cotijeño el año pasado. Le di cuarenta. ¡Es barata! Cuarenta me dan; ni medio más ni medio menos. ¡Es pa los amos y nada les gáno!
¡Qué caminos aquellos, Dios santo! Desde más acá del barreal comenzaba lo bueno. Zarzas y acahualeras cerraban el paso, y en algunos puntos eran tales los zoquiteros, que las bestias se hundían hasta los encuen­tros; pero ¡pero allí de la Diabla! no perdía momento, y libre, ligerita, suelta la brida, subía, bajaba, costeaba el lodazal, y se colaba entre los matorrales como Pedro por su casa. 
Iba Casimiro cabizbajo y triste. No había motivo para ello, y sin embargo estaba asustadizo, y de cuando en cuando le daba un vuelco el corazón, como si le amenazara la mayor desgracia. Ganas le daban de vol­verse al Ceibo y allí pasar la noche.
De un lado el llano. Del otro el bosque sombrío, negro, pavoroso, lleno de espantables rumores: silbidos de serpientes, estruendos de árboles viejos que se caían, roncar de sapos en zanjas y lagunetas; en los pochates más altos, ulular de buhos, y allá, al fin de la selva, el estrépito del torrente y el ruido creciente del aguacero que venía que volaba con un tropel de cien escuadrones a galope.
En la serranía, desatada tempestad; la tormenta esta­cionada en las cimas, un relámpago y otro, y otro, y truenos, y más truenos, como si las legiones infernales batallaran allí en combate definitivo. En los picachos, en los crestones, en las cúspides supremas, los fulgores del rayo se difundían a través de las nubes, iluminán­dolas a cada instante con coloraciones fugitivas, rojas, áureas, cerúleas, que dejaban ver el sinuoso perfil de los montes y la negra mole de fuliginosa cordillera.
En el llano, reses medrosas y ateridas que, refugiadas al pie de los huizaches, ramoneaban en las yerbas húme­das; entre los matorrales, en las orillas del arroyuelo, entre las mafafas resonantes, el centellear de los cocuyos.
—¡A llegar! —se dijo el ranchero componiéndose la manga de hule— ¡A llegar que el agua está encima! ¡Anda, Diabla, que ya poco te falta!
   Como si adivinara los deseos de su dueño el noble animal alargó el paso y taca, taca, taca...
El aguacero. Primero rachas de viento húmedo y frío; luego gruesos goterones que caían con estrépito en la arboleda, y en seguida la lluvia desatada.
Avanzaba el jinete a la vera del fangoso camino. Término de ésta era el maizal: una milpa magnífica, ya en jilote, cuyas cañas estremecidas por el agua y el viento, remedaban rumores de crujiente seda. De allí partía una vereda, ancha y ascendente, al fin de la cual estaba la casa. A través de las plantas se veía el fuego del hogar que ardía con llama titilante y rojiza.
Por aquel rumbo dirigió Casimiro su caballería. En vano: la Diabla se detuvo alebrestada, renuente, erguida la cabeza, altas las orejas.
—¡Epa! ¿Qué te sucede? —exclamó el jinete—. ¡Epa!
—repitió.
La Diabla, rebelde al freno, pugnaba por volverse. Casimiro gruñó entre dientes un terno y azuzó al animal, hincándole las espuelas, pero éste resistía encabritándose.
—¿No quieres? Pues... ¡toma! 
Y ¡zas! Un par de latigazos, uno por cada lado.
La mula arrancó al trote.
Entre la milpa quedaba un hombre escondido, envuelto en negra manga, apoyadas las manos en el cañón de una escopeta
II
¡Qué alegremente ardían los leños en el hogar! Tro­naban los tizones y las llamas se retorcían trémulas en torno del tronco ennegrecido, proyectando en los muros danzarinas y quebradas sombras.
Cuando Casimiro llegó ya Margarita le esperaba en la puerta.
Linda campesina de apiñonado rostro, esbelto talle y grandes ojos negros. Sonreía afable y cariñosa. Aquella sonrisa era la sonrisa de la traición, encubridor halago de una emoción profunda y horrible.
—¡Creí que no venías! ¡Jesús! ¡Si vienes hecho un pato! ¡Quítate la manga que encharcas esto!
—No me pasó el agua. Luego; voy a desensillar, y a persignar a esta mañosa que en la milpa se me armó de un modo que por nada quería andar. ¡Si no le arrimo! . . .
Sintió Margarita que el corazón se le subía a la gar­ganta, y tragando saliva y dominándose, murmuró: —¡Ah Dios! ¡Vaya! ¿Y por qué?
—Se asustaría... Los animales a veces ven visiones.
Si sigue con esas mañas, aunque a ti no te cuadre, se la vendo al amo. Yo no sé lo que fue.
—El mapachín ¡Puede! El cuento es que paró las orejas y que ni a cuartazos quería andar.
Aflojaba la lluvia y la tormenta cesaba. Uno que otro relámpago allá en la sierra. Casimiro desenjaezó en el portalón, fue a persignar la bestia y a poco entraba en la casa.
—¡Caramba! Si vieras: echo de ver que no traigo la pistola.   No le hace  Pa la falta que me hace.
Margarita se puso lívida al oír esto. -¿No bebes?
—Echate el café y tráite la limeta. Estoy cansado y quiero dormir. 
III
Media noche pasada, porque el gallo había cantado dos veces, oyóse en el techo un golpe, como el de una piedra chiquita, lanzada sin fuerza. Casimiro roncaba, Margarita no dormía, no había querido dormir.
—¡Casimiro! ¡Casimiro!
—¿Qué cosa? -contestó medio dormido.
—¡Casimiro!
—¡Oh! ¿qué quieres?
—¿Oíste?
—No.
—Alguno anda allá afuera. ¿Por qué?
—Oí ruido.
—¡Déjame dormir!
—No; si clarito oí el ruido. Los animales están inquie­tos. Oí ruido como de gente que se acerca. -Si vendrán a robarse las bestias.
—No, mujer, si el perro no ladra...
—Porque no está. Desde ayer no parece.
—¡Voy! —rezongó el ranchero saltando de la cama—. ¡Y luego que no tengo la pistola!
—Coge el machete.
El ranchero se embrocó el sarape, tomó el machete y salió al portalón. El cielo se había despejado. La luna iluminaba con triste claridad arboledas y maizales; ligera brisa susurraba en las palmas, y los charcos reproducían aquí y allá, el menguante disco del pálido satélite.
Las mulas se revolvían inquietas. La Diabla, al sentir a su amo, relinchó de alegría. Margarita dejó el lecho, y quedo, muy quedo, de puntillas, conteniendo el aliento, fría de terror, erizado el cabello, se fue hasta la puerta. Allí, en espera de algo terrible, se detuvo a escuchar...
De repente sonó un disparo. Se oyó un grito; después un ¡ay! lastimero; en seguida un quejido; y luego el aterrador silencio del campo adormecido.
De entre la espesura del cafetal se destacó un bulto. Un hombre que con el arma en la mano llegó hasta el portalón, y que en voz muy baja, como si tuviera miedo de sí mismo, como si temiera escuchar sus propias palabras, dijo:
—¡Ya!...
V
Ocho años después, cierto día del mes de mayo, con­versaban muy alegres y entretenidos el Juez que ya conocemos y su Secretario don Cosme.
—¿Se acuerda usted, amigo -dijo el primero—, del asesinato de Palma-Sola. 
—¡Vaya si me acuerdo! —respondió el viejo, echando una bocanada de humo. Usted creía que la mujer, que, por cierto no era de malos bigotes, y el muchacho que pusimos en libertad. . . 
—¡Y sigo en la mía, señor don Cosme!
En aquel momento entró una mujer que llevaba de la mano a un muchachito, como de siete años, muy raquí­tico y enclenque. La mujer parecía más enferma que la infeliz criatura. Pálida, exangüe, encanecida, aparen­taba doble edad de la que tenía; pero en sus ojos brillaba aún vivísimo rayo de hermosura.
El Juez y su secretario la reconocieron al momento. La miraron de pies a cabeza y luego se miraron asom­brados. Era Margarita.
—¿Qué quería usted, señora? —preguntó el Juez. La mujer permaneció muda algunos instantes. 
—¿Qué deseaba usted? —repitió don Cosme. 
—Señor Juez; -dijo al fin— ¿Se acuerda usted de Casimiro González, aquel que. . . mataron en Palma-Sola?
—Sí, ¿por qué?
—Porque, señor, ya no puedo más... ya esto no es vivir... y vengo...vengo a decirlo todo, a decir quiénes lo mataron...
—Y... ¿quiénes lo mataron? -replicó el magistrado con imponente severidad.
—La verdá, señor, ¡yo!...Y el que ahora es mi marido! y la desdichada mujer cayó de rodillas, y presa de mortal congoja, ahogándose, se echó a llorar.

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